La huida del tiempo ha sido cantada por todos los poetas. Cuando el filósofo
detiene en ella su atención, se asombra ante el paso incesante de todas las
cosas. Todo pasa..., y por ello la pregunta se dirige a su existencia, aquí y
ahora, ante la inquietud y angustia de la nada, de donde todo viene y a donde
todo parece ir. El paso del tiempo engendra la tristeza, porque, con él, la
vida se acaba poco a poco; el tiempo nos aparece como una prisión que desemboca
en la muerte. Preguntarse por el tiempo es preguntarse por la existencia.
La palabra «existente» expresa bien esta síntesis
de tiempo y ser de la que estamos hechos.
La aceptación del tiempo es una conquista difícil. Estamos naturalmente
aterrorizados por la irreversibilidad de nuestro propia duración, por la
perspectiva de nuestra personal corrupción futura,por eso nos gustaría
detener el curso del tiempo. En otras palabras, no podemos experimentar el
tiempo sin aspirar inmediatamente a lo eterno. Para evitar la ilusión, es necesario partir de datos, es decir, de la
experiencia común que todos tenemos del tiempo. Vivimos en el tiempo, y a
partir de él nos interrogamos sobre lo eterno.
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