lunes, 10 de marzo de 2014

El tiempo y la eternidad

De la experiencia del tiempo, experiencia dolorosa de un tránsito fugaz que se lleva la vida poco a poco nace la aspiración por la eternidad. Según  Hervé Pasqua, «el tiempo no puede ser concebido sin la eternidad». Existe un presente necesario que, aun no siendo el tiempo, está en el corazón del tiempo; un presente eterno al que hemos de unir continuamente nuestro presente temporal y que «confiere a la banalidad de lo cotidiano la densidad de lo sagrado».
El libro de la vida es el libro supremo que no se puede cerrar o volver a abrir a elección, el pasaje interesante no se puede leer dos veces, pero la hoja fatídica se pasa sola; se quisiera volver a la página en que se ama  y la página de la muerte está ya bajo nuestros dedos.

La huida del tiempo ha sido cantada por todos los poetas. Cuando el filósofo detiene en ella su atención, se asombra ante el paso incesante de todas las cosas. Todo pasa..., y por ello la pregunta se dirige a su existencia, aquí y ahora, ante la inquietud y angustia de la nada, de donde todo viene y a donde todo parece ir. El paso del tiempo engendra la tristeza, porque, con él, la vida se acaba poco a poco; el tiempo nos aparece como una prisión que desemboca en la muerte. Preguntarse por el tiempo es preguntarse por la existencia.

La aceptación del tiempo es una conquista difícil. Estamos naturalmente aterrorizados por la irreversibilidad de nuestro propia duración, por la perspectiva de nuestra personal corrupción futura, por eso nos gustaría detener el curso del tiempo. En otras palabras,no podemos experimentar el tiempo sin aspirar inmediatamente a lo eterno.

Para evitar la ilusión, es necesario partir de datos, es decir, de la experiencia común que todos tenemos del tiempo. Vivimos en el tiempo, y a partir de él nos interrogamos sobre lo eterno.


 El tiempo es lo que divide y disipa la existencia; lo que consiste en su propia fuga; un río que conduce hacia un mar de nada.

 Si el tiempo fuera un mal sueño donde la identidad se disipa; una distracción del alma, como pensaba Plotino, por la que la unidad se dispersa... En cualquier caso tendríamos que explicar esta apariencia, porque lo temporal cambiante acaba aflorando como algo irreductible, no se puede negar el tiempo.

Nuestra idea del tiempo nace de la observación del movimiento. La realidad no es simultánea, no es un conjunto estático que podamos explicar como una combinación de leyes que tuviera su sede en un pensamiento intemporal, porque para aplicar las leyes hay que apelar a la experiencia, que es temporal. 

 La experiencia del tiempo es ambigua; sin la continuidad, el tiempo sería un perpetuo desvanecimiento de la vida que transcurre en él, y sin el transcurso no tendríamos sentido alguno de nuestra duración.

El tiempo existe porque existe el cambio. Aristóteles lo definía como la medida de lo que cambia. ¿Pero el tiempo reside en lo que transcurre -en el movimiento de la cosa que cambia- o en el sujeto que lo mide? En cuanto a su forma de existencia, el tiempo no es una realidad independiente; está ligado por una parte a la inteligencia, dotada de una memoria que numera las etapas de la sucesión, y por otra es inseparable de la existencia del cambio. Kant quiso resolver esta paradoja haciendo del tiempo una forma a priori de la sensibilidad. A sus ojos, el tiempo depende por completo del espíritu, que capta las cosas, necesariamente, según el tiempo. «Se puede concebir un tiempo sin objeto, declara, pero no un objeto sin tiempo». Hegel perseguirá esta integración del tiempo en el espíritu, por medio de la dialéctica. Los tres momentos -tesis, antítesis, síntesis constituyen toda la realidad según un proceso que es la historia del Espíritu aprehendiéndose a través de sus obras. «Todo lo real es racional y todo lo racional es real». Esta fórmula significa que el tiempo no se induce de lo real, sino que es lo que permite deducir, a priori, todo lo que es. El tiempo se confunde con la vida del Espíritu, que es la historia.

Esta espiritualización del tiempo se halla en el origen de todos los excesos idealistas; explica la unidad de la multiplicidad móvil que constituye la sucesión de instantes, suprimiendo la multiplicidad. Y esto no es una explicación.

Si se renuncia a encontrar el fundamento de la unidad temporal fuera del objeto, habrá que investigar el movimiento mismo. Los antiguos lo buscaron en el Agua, la Tierra, el Aire y el Fuego. Más cercano a nosotros, Bergson lo encuentra en la duración: la duración es la esencia misma de lo que es; lo que dura es lo que persiste en el ser; es el ser mismo del cambio, la sustancia de la realidad, la realidad originaria. Pero, para Bergson, la duración es creadora; al identificarla con la existencia encuentra en el tiempo el principio explicativo y único que engendra toda realidad.

El principio del cambio es igualmente cambiante. No se puede negar la sutileza de esta solución, pero por muy seductora que sea, no logra evitar la contradicción: para ligar la sucesión de instantes como un todo continuo, sería necesario un instante único -sin principio ni fin- que durase, que coexistiese con toda la sucesión temporal en un sujeto intemporal exterior a la multiplicidad. Lo que precisamente está excluido de la hipótesis desde el momento en que se afirma que todo lo que existe es cambiante, es decir, temporal.

Por tanto, no se puede encontrar, por el lado del objeto, el fundamento de la unidad temporal; y tampoco por el del sujeto. ¿Qué es entonces aquello que une y hace un todo de lo que el tiempo divide? El que introduce la sucesión en el tiempo no es el sujeto, porque, según esta hipótesis, ¿cómo explicar este antes y este después que constituyen la vida y la muerte? Hay que admitir la realidad extramental de la sucesión y de un principio de unión entre los instantes que no radique ni en el sujeto ni en el objeto. Porque, por una parte, la sucesión existe independientemente del alma y, por otra, depende de la inteligencia, que le numera según el antes o el después. Inmanente y trascendente a la vez, el tiempo no es ni un concepto ni una intuición. Sería más exacto definirlo como un «existente» que comporta una exigencia de trascendencia. Hay que ir más allá del sujeto y del objeto para elevarse desde el plano en el que todo cambia sin ser nunca, al plano de lo que es siempre y no cambia nunca. Reflexionar sobre el tiempo exige considerar la eternidad.El tiempo no puede concebirse sin la eternidad. 


 Hemos dicho que la eternidad es una negación del tiempo, pero no tenemos más experiencia que la del tiempo. De ahí el escepticismo de los que sólo ven en la eternidad una quimera. Sin embargo, sabemos también que la eternidad es necesaria para el tiempo, que no podría ser concebido sin ella. Ni un infinito hacia atrás, ni un infinito hacia adelante; la eternidad está siempre presente en el tiempo. Podemos tener la experiencia de la vida eterna en el seno mismo de la vida temporal, sin tener por qué resignarnos al devenir, que no cesa de desviarnos hacia un pasado o un futuro que nunca nos serán dados definitivamente.


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