De la experiencia del tiempo, experiencia dolorosa
de un tránsito fugaz que se lleva la vida poco a poco nace la aspiración por
la eternidad. Según Hervé Pasqua, «el tiempo no puede ser concebido sin la
eternidad». Existe un presente necesario que, aun no siendo el tiempo, está en
el corazón del tiempo; un presente eterno al que hemos de unir continuamente
nuestro presente temporal y que «confiere a la banalidad de lo cotidiano la
densidad de lo sagrado».
El libro de la vida es el libro supremo que no se puede cerrar o volver a
abrir a elección, el pasaje interesante no se puede leer dos veces, pero la
hoja fatídica se pasa sola; se quisiera volver a la página en que se ama y
la página de la muerte está ya bajo nuestros dedos.
La huida del tiempo ha sido cantada por todos los poetas. Cuando el filósofo
detiene en ella su atención, se asombra ante el paso incesante de todas las
cosas. Todo pasa..., y por ello la pregunta se dirige a su existencia, aquí y
ahora, ante la inquietud y angustia de la nada, de donde todo viene y a donde
todo parece ir. El paso del tiempo engendra la tristeza, porque, con él, la
vida se acaba poco a poco; el tiempo nos aparece como una prisión que desemboca
en la muerte. Preguntarse por el tiempo es preguntarse por la existencia.
La aceptación del tiempo es una conquista difícil. Estamos naturalmente
aterrorizados por la irreversibilidad de nuestro propia duración, por la
perspectiva de nuestra personal corrupción futura, por eso nos gustaría
detener el curso del tiempo. En otras palabras,no podemos experimentar el
tiempo sin aspirar inmediatamente a lo eterno.
Para evitar la ilusión, es necesario partir de datos, es decir, de la
experiencia común que todos tenemos del tiempo. Vivimos en el tiempo, y a
partir de él nos interrogamos sobre lo eterno.
El tiempo es lo que divide y disipa la existencia; lo que consiste
en su propia fuga; un río que conduce hacia un mar de nada.
Si el tiempo fuera un mal sueño donde la
identidad se disipa; una distracción del alma, como pensaba Plotino, por la que
la unidad se dispersa... En cualquier caso tendríamos que explicar esta
apariencia, porque lo temporal cambiante acaba aflorando como algo irreductible,
no se puede negar el tiempo.
Nuestra idea del tiempo nace de la observación del movimiento. La realidad no
es simultánea, no es un conjunto estático que podamos explicar como una
combinación de leyes que tuviera su sede en un pensamiento intemporal, porque
para aplicar las leyes hay que apelar a la experiencia, que es temporal.
La experiencia
del tiempo es ambigua; sin la continuidad, el tiempo sería un perpetuo
desvanecimiento de la vida que transcurre en él, y sin el transcurso no tendríamos
sentido alguno de nuestra duración.
El tiempo existe porque existe el cambio. Aristóteles lo definía como la
medida de lo que cambia. ¿Pero el tiempo reside en lo que transcurre -en el
movimiento de la cosa que cambia- o en el sujeto que lo mide? En cuanto a su
forma de existencia, el tiempo no es una realidad independiente; está ligado
por una parte a la inteligencia, dotada de una memoria que numera las etapas de
la sucesión, y por otra es inseparable de la existencia del cambio. Kant quiso
resolver esta paradoja haciendo del tiempo una forma a priori de la
sensibilidad. A sus ojos, el tiempo depende por completo del espíritu, que
capta las cosas, necesariamente, según el tiempo. «Se puede concebir un tiempo
sin objeto, declara, pero no un objeto sin tiempo». Hegel perseguirá esta
integración del tiempo en el espíritu, por medio de la dialéctica. Los tres
momentos -tesis, antítesis, síntesis constituyen toda la realidad según un
proceso que es la historia del Espíritu aprehendiéndose a través de sus
obras. «Todo lo real es racional y todo lo racional es real». Esta fórmula
significa que el tiempo no se induce de lo real, sino que es lo que permite
deducir, a priori, todo lo que es. El tiempo se confunde con la vida del Espíritu,
que es la historia.
Esta espiritualización del tiempo se halla en el origen de todos los excesos
idealistas; explica la unidad de la multiplicidad móvil que constituye la
sucesión de instantes, suprimiendo la multiplicidad. Y esto no es una explicación.
Si se renuncia a encontrar el fundamento de la unidad temporal fuera del objeto,
habrá que investigar el movimiento mismo. Los antiguos lo buscaron en el Agua,
la Tierra, el Aire y el Fuego. Más cercano a nosotros, Bergson lo encuentra en
la duración: la duración es la esencia misma de lo que es; lo que dura es lo
que persiste en el ser; es el ser mismo del cambio, la sustancia de la realidad,
la realidad originaria. Pero, para Bergson, la duración es creadora; al
identificarla con la existencia encuentra en el tiempo el principio explicativo
y único que engendra toda realidad.
El principio del cambio es igualmente cambiante. No se puede negar la sutileza
de esta solución, pero por muy seductora que sea, no logra evitar la
contradicción: para ligar la sucesión de instantes como un todo continuo, sería
necesario un instante único -sin principio ni fin- que durase, que coexistiese
con toda la sucesión temporal en un sujeto intemporal exterior a la
multiplicidad. Lo que precisamente está excluido de la hipótesis desde el
momento en que se afirma que todo lo que existe es cambiante, es decir,
temporal.
Por tanto, no se puede encontrar, por el lado del objeto, el fundamento de la
unidad temporal; y tampoco por el del sujeto. ¿Qué es entonces aquello que une
y hace un todo de lo que el tiempo divide? El que introduce la sucesión en el
tiempo no es el sujeto, porque, según esta hipótesis, ¿cómo explicar este
antes y este después que constituyen la vida y la muerte? Hay que admitir la
realidad extramental de la sucesión y de un principio de unión entre los
instantes que no radique ni en el sujeto ni en el objeto. Porque, por una parte,
la sucesión existe independientemente del alma y, por otra, depende de la
inteligencia, que le numera según el antes o el después. Inmanente y
trascendente a la vez, el tiempo no es ni un concepto ni una intuición. Sería
más exacto definirlo como un «existente» que comporta una exigencia de
trascendencia. Hay que ir más allá del sujeto y del objeto para elevarse desde
el plano en el que todo cambia sin ser nunca, al plano de lo que es siempre y no
cambia nunca. Reflexionar sobre el tiempo exige considerar la eternidad.El tiempo no puede concebirse sin la eternidad.
Hemos dicho que la eternidad es una negación del tiempo, pero no tenemos más
experiencia que la del tiempo. De ahí el escepticismo de los que sólo ven en
la eternidad una quimera. Sin embargo, sabemos también que la eternidad es
necesaria para el tiempo, que no podría ser concebido sin ella. Ni un infinito
hacia atrás, ni un infinito hacia adelante; la eternidad está siempre presente
en el tiempo. Podemos tener la experiencia de la vida eterna en el seno mismo de
la vida temporal, sin tener por qué resignarnos al devenir, que no cesa de
desviarnos hacia un pasado o un futuro que nunca nos serán dados
definitivamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario